Donald Trump ha redefinido la política exterior de EE.UU. con una doctrina que prioriza la influencia sobre la intervención militar. La “War of Influence” no se libra con tropas en el terreno ni bombardeos, sino con sanciones, presiones económicas y reconfiguración de alianzas.
Desde su regreso a la Casa Blanca, Trump ha dejado en claro que el rol de las Fuerzas Armadas es proteger el territorio nacional, no sostener el orden global a costa de EE.UU. Sin embargo, su estrategia enfrenta desafíos: terrorismo, crimen organizado y burocracias globalistas que ven amenazados sus intereses.
China es el principal adversario de esta guerra. Trump ha intensificado sanciones, restringido la tecnología clave y promovido la relocalización industrial para reducir la dependencia de Pekín. Sin armas, pero con una estrategia de máxima presión, busca contener su expansión económica.
En Europa, la OTAN enfrenta una transformación. Trump exige que los aliados financien su propia defensa, desmantelando el modelo de “seguridad gratuita” que predominó durante décadas.
El globalismo también es un blanco de la “War of Influence”. Trump ha recortado fondos a la ONU y otras organizaciones multilaterales que operan con burocracias infladas y agendas políticas ajenas a los intereses estadounidenses.
Esta estrategia busca restaurar la soberanía de EE.UU. sin entrar en conflictos que drenen su economía. Sin embargo, la gran incógnita es cuánto tiempo podrá sostenerse sin que sus adversarios provoquen una crisis que lo obligue a recurrir a la fuerza militar.
La batalla ya comenzó. No con misiles, sino con sanciones, diplomacia y presión económica. El mundo está presenciando una nueva forma de guerra, donde la victoria no se mide en territorios ocupados, sino en la capacidad de EE.UU. para reestructurar el orden global sin disparar un solo proyectil.
Christian Slater E.
Coronel (R) del Ejército de Chile.